Impericia jurídica, insolencia histórica e incoherencia diplomática: a propósito del manotazo de cinco países de Sudamérica al Sistema Interamericano de Derechos Humanos

Por. Daniel Cerqueira.

Oficial de Programa Sénior, DPLF.

El pasado 23 de abril la cancillería chilena publicó un comunicado en que el gobierno de Sebastián Piñera y sus homólogos de Argentina, Brasil, Colombia y Paraguay manifestaron una serie de inconformidades con el actuar de la Comisión (CIDH) y de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH). El comunicado hace alusión a una declaración suscrita por los cancilleres de los referidos países, con críticas genéricas a los órganos del Sistema Interamericano (SIDH), sin explicaciones ni ejemplos concretos de decisiones de dichos órganos. Hasta ahora, no hay claridad ni siquiera sobre la fecha de adopción de la declaración, la cual no ha sido publicada en las páginas oficiales de todas las cancillerías que la suscribieron.

Ante el silencio de tales cancillerías sobre las razones que motivan la declaración, el Ministro de Justicia de Chile es la única autoridad, hasta la fecha, que ha secundado las críticas al SIDH, pero con intervenciones que denotan el desconocimiento sobre las normas que rigen su funcionamiento. A modo de ejemplo, el 24 de abril declaró, en una sesión extraordinaria de la Comisión de Relaciones Exteriores de la Cámara de Diputados de su país, que es habitual que las personas utilicen el SIDH como una instancia de alzada, en lugar de recurrir a las instancias judiciales internas. Según el Ministro, varias personas se abstienen de interponer recursos judiciales en sus países para acudir directamente al SIDH. De una rápida lectura del artículo 46.1.a) de la Convención Americana y del artículo 28 del Reglamento de la CIDH, se desprende que la no interposición de los recursos judiciales a disposición de las presuntas víctimas conlleva a que sus peticiones sean rechazadas de plano o declaradas inadmisibles por la CIDH. Es publicamente conocido que la gran mayoría de las peticiones son desestimadas in limine, sin que sean trasladadas al Estado denunciado, debido al no agotamiento de los recursos internos o incumplimiento de otros requisitos de admisibilidad previstos en los artículos 46 y 47 de la Convención. Según información publicada por la CIDH en su Informe Anual de 2018, su Secretaría Ejecutiva decidió no abrir a trámite 1989 peticiones; es decir, fueron desestimadas de plano, sin ser notificadas al Estado denunciado. En el mismo período, la CIDH decidió abrir a trámite 261 peticiones, muchas de las cuales podrán ser objeto de decisiones de archivo o inadmisibilidad a futuro. Una somera lectura del capítulo 2 de los informes anuales de la CIDH, el cual contiene estadísticas de decisiones sobre peticiones y casos, arroja la conclusión de que ni el 5% de peticiones recibidas por la Comisión alcanza la etapa de fondo o dan lugar a una sentencia de la Corte Interamericana.

La declaración de los cancilleres sudamericanos hace alusiones genéricas al principio de subsidiaridad, así como al margen de apreciación y autonomía de los Estados, y demanda la aplicación estricta de fuentes de derecho internacional y la proporcionalidad de las medidas de reparación. Desde luego, los órganos del SIDH no están exentos de críticas y son muchas las decisiones sobre casos, medidas cautelares y provisionales que ameritan una reflexión crítica sobre su pertinencia y fundamentos jurídicos. No obstante, las exigencias de la declaración están plagadas de sofismas e imprecisiones cuya verdadera intención parece ser redibujar el SIDH a imagen y semejanza de un proyecto de relación entre países en el que el escrutinio internacional encuentra sus límites en la Constitución y leyes internas de los Estados. Se trata de un proyecto antiliberal, en donde las demandas identitarias, los derechos sexuales y reproductivos y el reconocimiento de derechos en favor de colectivos en situación de desventaja histórica deben someterse a lo que dispongan las leyes y la Constitución, en tanto expresión de valores y principios compartidos por la mayoría de la población.

Aunque los sofismas jurídicos de la declaración de abril son abundantes, nos limitaremos a comentar el literal 4, que reivindica “el reconocimiento del margen de apreciación de los Estados en el cumplimiento de las obligaciones que establece la Convención.” La doctrina del margen de apreciación ha sido desarrollada por el Sistema Europeo de Derechos Humanos, cuando se realiza un juicio de restricción de derechos y se concluye que la medida cumple con los requisitos de legalidad, necesidad y satisfacción de un fin legítimo, pero el tribunal europeo se abstiene de examinar la proporcionalidad de la restricción. El margen de apreciación implica la remisión a las autoridades nacionales para que sean éstas las que determinen la pertinencia de ciertas restricciones amparadas en la protección del orden público u otros fines legítimos en una sociedad democrática. Dicha doctrina ha sido aplicada por el Tribunal Europeo en supuestos excepcionales, sobre todo cuando no existe legislación o práctica reiterada de los Estados partes del Convenio Europeo, prohibiendo una restricción de derechos en supuestos análogos a los que se alegan violatorios de alguna de sus disposiciones. Dicha doctrina no ha sido acogida, sino deliberadamente evitada por los órganos del SIDH.

Ahora bien, la discusión sobre las técnicas más adecuadas de interpretación de las disposiciones de la Convención Americana, y su armonización con los ordenamientos jurídicos internos de los Estados parte, es un ejercicio apreciable, tanto en el ámbito académico como en el diplomático. Sin embargo, la motivación de la polémica declaración publicada el 23 de abril no parece ser el aprecio de cinco cancillerías sudamericanas por la hermenéutica de los derechos fundamentales. En todo caso, si los cancilleres quisieran promocionar la importación de métodos hermenéuticos del Sistema Europeo al Interamericano, sería admirable replicar todo un paquete de instituciones, políticas y prácticas, tales como el mecanismo intergubernamental de supervisión de la ejecución de sentencias dictadas por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, a cargo de un Comité de Ministros de Relaciones Exteriores; el presupuesto regular de 70 millones de Euros del referido tribunal regional, equivalente al 16% del presupuesto total aprobado por el Consejo Europeo en el año 2019; la discrecionalidad del Tribunal Europeo para tramitar peticiones mediante resoluciones sumarísimas, sin ningún tipo de análisis sobre los requisitos de admisibilidad; o el criterio de nombramiento de candidatos y selección de integrantes del Tribunal Europeo, caracterizado por la meritocracia y con plena participación de la sociedad civil.

Al margen de las falacias técnico-jurídicas de la declaración publicada el 23 de abril, su contenido refleja una mezcla de impulsos soberanistas; la arremetida contra organismos multilaterales y todo lo que representa el globalismo liberal; y, particularmente, un triunfalismo de sectores conservadores con gran influencia en los gobiernos de derecha llegados al poder en los últimos años en Sudamérica. Naturalmente, la influencia de grupos conservadores en la política interna o externa de Chile no es un problema, sino una manifestación legítima de la voluntad de la mayoría de la ciudadanía chilena, expresada en las urnas.

Sin importar el tinte ideológico del gobierno de Piñera y de su base política que promovió la declaración de abril, el saldo final es una mezcla de insolencia histórica e incoherencia diplomática que comprometen el prestigio de Chile ante la comunidad internacional y tienen un gran potencial de debilitar el SIDH.

El Estado y la sociedad chilena tenían la oportunidad de celebrar el año de 2019 como el de la celebración de los 60 años de la creación de la CIDH, precisamente en Santiago de Chile, durante la 5ª Reunión de Consulta de Ministros de Relaciones Exteriores de las Américas. Si se tratara de responder a la base política más conservadora, Piñera hubiera podido recordar que la CIDH fue creada, entre otras, por la necesidad de que un órgano técnico y autónomo reportara las graves violaciones de derechos humanos que venían siendo cometidas en Cuba, entonces sometida a los primeros meses de lo que sería la eterna presidencia de Fidel Castro. En una imaginaria ceremonia de celebración de los 60 años de la adopción del estatuto de la CIDH en Santiago de Chile, el gobierno de Piñera podría destacar que Cuba es el país más examinado en informes sobre la situación de derechos humanos (siete en total), e incluido en la lista sucia de Estados con los peores retrocesos en materia de gobernabilidad democrática y goce de los derechos humanos. Cuba lidera y Venezuela ocupa el segundo puesto en la lista de países que más han sido incluidos en el Capítulo IV del Informe Anual de la CIDH, dedicado precisamente a examinar los países que atraviesan una coyuntura adversa en materia de derechos humanos o ruptura de la institucionalidad democrática.

Si se tratara de rendir cuentas a los sectores religiosos de su base política, Piñera podría incluso referirse al Informe de Fondo adoptado por la CIDH en noviembre de 1978, en el “Caso Testigos de Jehová”, en que el organismo interamericano declaró violada la libertad religiosa y de culto, entre otros derechos fundamentales de los integrantes de la referida vertiente cristiana en Argentina, a raíz de un decreto emitido por el entonces presidente de facto Jorge Rafael Videla, prohibiendo “toda actividad de los Testigos de Jehová, toda literatura y la clausura de sus Salas del Reino y la Oficina Distrital.”

Pero en lugar de sacar provecho de una efeméride importante como es la creación de la CIDH por parte de los Cancilleres de las Américas reunidos en su país hace seis décadas, Piñera prefirió dar una respuesta cortoplacista a un sector de su base política y, de paso, arrastrar a cuatro cancillerías a un gran mamarracho jurídico y diplomático. El manotazo contra el SIDH tiene el potencial de perjudicar el principal mensajero de las graves violaciones de derechos humanos que siguen ocurriendo en Cuba y que se multiplican a diario en Nicaragua y Venezuela, a saber: la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Desde el momento de su concepción, en Santiago de Chile, la CIDH ha sido uno de los bastiones más importantes de la democracia en el continente americano.

Las intervenciones de los embajadores de Chile, Argentina, Brasil, Colombia y Paraguay, así como los informes del Secretario General de la OEA, recomendando la aplicación de la Carta Democrática Interamericana a Venezuela y a Nicaragua, se sostienen, en gran medida, en pronunciamientos y actividades de monitoreo llevadas a cabo por la CIDH. Una declaración reciente del Grupo de Lima (del cual hacen parte los cinco gobiernos que firmaron la declaración de abril) sobre la ruptura de la democracia en Venezuela, estatuye, literalmente, que los cancilleres “toman nota de la Resolución 1/2019 de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, que otorgó medidas cautelares a favor de Juan Guaidó y su familia, y exigen su inmediata implementación.” En otras palabras, para el gobierno chileno y los cancilleres que lo acompañaron en su declaración de abril, no hay injerencia ni desconocimiento del margen de autonomía de Venezuela, al exigir que Nicolás Maduro cumpla medidas cautelares de la CIDH, “campeona interamericana de la injerencia” e irrespetuosa del principio de subsidiaridad y autonomía interna de los Estados.

Cabe recordar que entre 2011 y 2013 la CIDH atravesó un contexto de fuertes presiones diplomáticas lideradas por gobiernos autoproclamados de izquierda, algunos movidos por represalias frente a decisiones específicas, como fue el caso de Dilma Rousseff, luego de unas medidas cautelares que recomendaron la suspensión de las obras de la hidroeléctrica de Belo Monte, defendida por Rousseff desde que era Ministra de Minas y Energía de Lula da Silva. Otros gobiernos como los de Hugo Chávez, Daniel Ortega, Rafael Correa y Evo Morales apadrinaron el mal llamado “proceso de fortalecimiento del SIDH”, con una motivación más ideológica y el argumento de que la CIDH era una caja de resonancia de los intereses de los Estados Unidos, actuando bajo un sesgo político contra los procesos democráticos de los países gobernados por la “izquierda progresista”. Lo cierto es que dicho proceso implicó una notable reducción de la capacidad instalada de la CIDH. Durante casi tres años, dicho organismo dedicó tiempo y esfuerzos considerables a la diplomacia preventiva, debiendo realizar una serie de reformas a su Reglamento, políticas y prácticas institucionales para evitar que los Estados que promovían el “proceso de fortalecimiento” impusieran cambios aún más drásticos en los instrumentos constitutivos del SIDH, tales como la Convención Americana y el Estatuto de la CIDH.

Al igual que en el 2011, la reciente declaración promovida por Chile hace uso de metonimias del tipo: “representa un aporte con propuestas concretas destinado (sic) a mejorar el funcionamiento de nuestro sistema de protección regional de derechos humanos”; tiene el “ánimo de perfeccionar la operatividad, funcionalidad y eficacia del sistema Interamericano de Derechos Humanos”, etc. Pasados tan solo algunos años de la impronta de varios gobiernos de izquierda y próceres de UNASUR contra la CIDH, los actuales gobiernos de derecha y creadores del PROSUR lideran un preocupante y similar intento de socavar la autonomía, independencia y eficacia del SIDH. Es aquí donde la incoherencia diplomática iniciada por el gobierno chileno vuelve a dar vigencia a una frase del ilustre poeta e igualmente chileno Nicanor Parra: “¡la izquierda y la derecha unidas, jamás serán vencidas!”