Por Álvaro Ramis
Rector. Universidad Academia de Humanismo Cristiano.
La respuesta a la emergencia socio-sanitaria del coronavirus no sólo ha sido un desafío general de todos los servicios públicos, sino que también ha implicado la movilización de las Fuerzas Armadas, dotándoles de atribuciones totalmente excepcionales en democracia.
Puede considerarse que es una medida inevitable, pero no se puede dejar de plantear su riesgo, de cara a las libertades ciudadanas y desde el punto de vista de los límites legales del uso de la fuerza por parte del Estado.
La preocupación por este aspecto no es irresponsable ni frívola. En el contexto de la crisis general de gobernabilidad que vive el país, desde octubre de 2019, el deterioro de la democracia y las garantías cívicas, aunque sea un fenómeno transitorio, es un precio alto a pagar. Puede ser un costo razonable para una minoría que siente que las FFAA y Carabineros puede ser el actor que contenga sus incertidumbres, ante una catástrofe sin parangón. Pero esa misma percepción es la contraria en un amplio sector de la población que ha vivido históricamente, y en especial en el corto plazo, la violencia militar y policial en su propio cuerpo.
No es banal recordar que la fortaleza del Estado de derecho se demuestra en tiempos de crisis. Los derechos humanos, en especial los derechos civiles, no constituyen un lujo que nos podemos permitir solamente en tiempos de normalidad. Chile carece de mecanismos mínimos de control de sus Fuerzas Armadas y de Seguridad, por lo que es necesario levantar la mirada hacia ellas en momentos en que se les otorga poderes extraordinarios.
Más aún, si la cuarentena implica una enorme pérdida en libertades, que aunque sea de forma transitoria, dejará una secuela en la cultura política e institucional del país.
Chile posee un déficit histórico, heredado del pinochetismo, en lo que referente a la supervisión ciudadana del monopolio de la fuerza por parte del Estado. Este problema se acentuó en el contexto del reciente estallido social, lo que se vincula a los cuestionamientos a la tolerancia gubernamental respecto a la violencia policial. Vivir en cuarentena, en toque de queda, con el Ejército en la calle, en medio de llamados patrióticos a la unidad nacional, con evidentes limitaciones al poder y competencias a las autoridades locales y municipales, nos vuelve a colocar en el clima autoritario que tan bien conocimos en Chile.
Ya hay indicios razonables de que la vigilancia policial de la cuarentena, bajo estado de excepción constitucional por catástrofe, implica abusos de poder que no son meramente anecdóticos. Pensar que los derechos civiles son para cuando nos los podemos permitir es no creer en los derechos civiles. El peligro de instalar una ampliación del poder policial en nuestras instituciones, combinada con la normalización del poder castrense, puede retrotraernos a una nueva forma de autoritarismo, en momentos de alta polarización política y social.
¿Qué ocurrirá cuando se levante la cuarentena y la debacle económica que se inevitablemente se avecina genere nuevas movilizaciones laborales o sociales? ¿Autoridades políticas, policiales y militares se dejarán arrastrar por la inercia represiva creada durante el estado de emergencia? ¿Se seguirá apelando a la excepcionalidad de la situación y a la unidad frente a la catástrofe? ¿Continuarán las metáforas bélicas para exhortarnos a acatar las decisiones del Gobierno?
Ante el derrumbe de la globalización neoliberal lo más cómodo para las élites es confiarse en la eterna promesa del orden y la militarización. La conmoción económica que está creando la cuarentena es un escenario perfecto para exacerbar el rencor y el miedo colectivo. Pero la respuesta represiva puede ser peor que la epidemia.