UNA CRISIS DEMASIADO LARGA

Dr. André Grimblatt H.

Sin duda que en la sociedad chilena hay un claro consenso de que es absolutamente necesario terminar con la ola de violencia desatada desde hace ya más de un mes. Sin embargo, está claro que la violencia no es un fenómeno social que se produzca ni por generación espontánea, ni por osmosis ni menos por designio de algún poder oculto que haya premeditado el auge de una violencia que se ha hecho, luego de cinco semanas, incontrolable. En los últimos días en El Belloto 300 personas provocaron el repliegue de carabineros, saqueando y destruyendo un centro comercial en el que trabajan centenas de personas. La fuerza policial no logró controlar la situación y, finalmente, debió retirarse escapando del lugar. Esto es un caso entre centenas de otros que se han producido en el país.

Es evidente que ningún ciudadano apoya estos hechos violentos que no sólo destruyen la infraestructura del país, sino que también su economía, su imagen internacional y la esperanza de todos y cada uno de los chilenos en ser un país mejor, donde se viva mejor y donde la comunidad pueda desarrollar cada una de las múltiples ventajas naturales de esta gran nación. Pero para esto es urgente modificar la esencia misma de la organización cívica de la República. Y en ese aspecto el Estado está muy lejos de comprender la real magnitud del problema y se está perdiendo la posibilidad de dar un gran paso hacia el desarrollo, el que no sólo me mide en crecimiento económico, sino que también en bienestar, en derechos ciudadanos, en educación, en salud y en igualdad de oportunidades. Y en tales aspectos pareciera que el Estado chileno se sigue riendo de sus ciudadanos. Digo Estado porque me refiero a los tres poderes, entre los cuales el Ejecutivo y el Legislativo con colores políticos diferentes, aunque no necesariamente opuestos.

Chile ha dicho hasta el cansancio “no + AFP” y es en serio, porque claramente el sistema, único en el mundo, no funcionó por razones que no es necesario recordar. Baste señalar que un porcentaje mayoritario de las pensiones se encuentran por debajo de lo que se denomina el umbral de la pobreza, mientras las AFP continúan acumulando ganancias extraordinarias.

Entendieron mal y acordaron endeudar al país para financiar una miseria sólo a los jubilados de más de 80 años, con promesas de aumentos para los otros tramos de la tercera edad en algún tiempo más. O sea, la clase política se sigue riendo de su pueblo y las AFP también. Se han puesto de acuerdo para endeudarnos y dar una limosna miserable a los viejitos, cuando bastaría, en un primer tiempo, modificar el índice de longevidad que los gobiernos de Chile le han dado a las AFP, aumentando así y con justa razón, la furia de la gente.

El sueldo mínimo, que constituye el único ingreso de millones de chilenos está también bajo el umbral de la pobreza. Nuevamente se entrega una limosna indigna, con cargo al endeudamiento de la Nación, que lo mantiene bajo ese umbral. Y aquellos sueldos ligeramente superiores al mínimo quedan igual, a pesar de encontrarse también bajo el umbral de pobreza. A su vez, los manifestantes pacíficos exigen una nueva Constitución, producto de los anhelos y principios de la ciudadanía y no producto de las autoridades o de los partidos políticos, los que, por haber incurrido en serios delitos de corrupción, desfalcos y malversaciones de toda índole, ha perdido toda credibilidad ante la ciudadanía.

En efecto, la clase política chilena ha perdido toda credibilidad ante la gran mayoría de la población y el Estado es víctima de los delitos cometidos por quienes tenían como misión defenderlo, incluyendo a organismos uniformados de las Fuerzas Armadas y de la Policía. La explosión social ha sido total. Salud, educación, carreteras, costo de la energía, costo del transporte, entre otros, son ítems que no pueden ser soportados por una extensa parte de la población, que ve cada vez más sus capacidades de desarrollo o simplemente de vivir, reducidas a niveles que no corresponden a los ingresos de la Nación, los más altos de América Latina.

La relación entre la población y el Estado se fracturó irremediablemente y el responsable de la situación que estamos viviendo en Chile es el Estado, con sus tres poderes, que por 30 años se han reído de todos mientras fueron robando legalmente el fruto del trabajo de los chilenos, favoreciendo a una pequeña minoría y sometiendo a la gran mayoría de la población a una vida que nada tiene que ver con los indicadores económicos que se lograron gracias al esfuerzo de todos.

Junto a este masivo movimiento social de personas que han significado pacíficamente al Estado que esto no puede seguir así, se ha desarrollado una ola de violencia que el país no había conocido desde hace muchas décadas. Pero esa violencia delictual no existía, al menos con ese nivel, hasta un día antes de la explosión social producto de un alza del precio del metro, como la gota que rebasó el vaso.

Por consiguiente, la deplorable ola de violencia es, sin duda, un corolario de la explosión social y por muy inaceptable que sea, para apagarla no bastará ni la fuerza, ni los vejámenes, ni las violaciones a los Derechos Humanos que hemos visto en estas últimas semanas con serias consecuencias en la población; sino que se apagará, como consecuencia, cuando se resuelvan las urgencias sociales que millones de chilenos están exigiendo en la calle. Es urgente que se reconstruya el país, partiendo de nuevas bases. Los chilenos deben decidir cuál es país que queremos y para eso la clase política chilena, como un gesto de nobleza, si aún quedara algo, debiera dar un paso al costado y dejar lugar a una vasta consulta y debate ciudadano, sin la participación de ninguna autoridad actual ni ningún partido político que termine con una Constitución impuesta hace cuarenta años, bajo una dictadura y dé lugar al renacimiento de esta hermosa tierra con un marco constitucional que surja de la ciudadanía que lleva décadas sufriendo de abusos que, por vergüenza, me abstengo de enumerar. Eso es urgente. Ya estamos atrasados.

La violencia, por cierto, condenable, desaparecerá como corolario de la nueva institucionalidad que los chilenos sabrán forjar con menos desigualdad, mayor participación ciudadana y con oportunidades para que cada uno de los miembros de esta gran Nación pueda desarrollarse gracias al trabajo, el esfuerzo, la creatividad, la innovación y, sobre todo, la justicia social, que es un deber del Estado.