Por Cecilia Leblanc Castillo.
Docente Escuela de Trabajo Social UAHC.
Los estallidos de multivariadas formas de protesta social en prácticamente todo el territorio nacional nos tiene a todos preguntándonos porqué después de casi 30 años de la recuperación de la democracia en Chile explota ahora y de manera estrepitosa este malestar social cuyas expresiones y consecuencias han asombrado no solo a la sociedad chilena sino a la población de diversas partes del continente y fuera de este. Las interpretaciones son muchas y variadas según la fuente desde donde emergen, sea de las voces de historiadores, políticos, analistas de academia, o del ciudadano común, pero lo claro es que entre todas estas interpretaciones, se perfilan sin duda con sus variantes dos posturas identificables, reflejada la primera en la elite política y económica que ha sido parte constitutiva y beneficiada del modelo vigente y la otra, en la gran mayoría de los chilenos y chilenas que han levantado sus voces exigiendo esta vez cambios estructurales, hastiados de las injusticias y abusos de poder de los que han sido víctimas en los últimos 40 años.
Lo que ha incitado el interés tanto nacional como internacional por analizar los hechos ocurridos, es la composición, carácter y emergencia sorpresiva de esta protesta en un Chile que se mostraba hacia afuera como un país exitoso en lo económico y como un oasis de paz en lo político, con un pueblo pasivo y obsecuente al poder instituido a partir de la instalación y vigencia de una Constitución creada en dictadura que solo sufre reformas cosméticas bajo los gobiernos democráticos liberales posteriores.
Son muchos los análisis e interpretaciones que han surgido durante estas cuatro semanas de agitación social, algunas muy interesantes por la perspectiva innovadora de los esquemas interpretativos de los sucesos, que da cuenta de lo distintivo del Chile del siglo XXI con respecto a otras épocas, y otras que insisten desde una mirada más funcionalista, en ver el fenómeno de revuelta actual como reventones sociales que ya han sucedido en la historia del país con acciones y desenlaces que siguen un patrón común. En esta oportunidad mi interés es destacar a partir de los hechos acaecidos en estas últimas semanas, dos de las muchas dimensiones del fenómeno de movilizaciones actuales que quizás no han tenido aún suficiente atención. Lo primero, es relevar en un primer análisis, el rol altamente protagónico que han asumido en las protestas los adolescentes y jóvenes provenientes de distintas realidades sociales y culturales en cada uno de los rincones del territorio donde estas se han expresado, con un reclamo de demandas estructurales reconocidas como transversales por el resto de la sociedad.
Su unidad en la diversidad nos ha mostrado que para ellos las barreras de la desigualdad social se diluyen cuando de asumir protagonismo generacional se trata, esto particularmente frente a un régimen que durante más de 40 años los invisibilizó como ciudadanos y objetivó como “juventud problema”. Para el sistema neoliberal el joven es valorado socialmente sólo si responde al perfil de “joven exitoso”, esto es, asumir la trayectoria trazada en lo educacional y laboral que lo lleve a ser un adulto consumidor de los bienes que el sistema produce, por el contrario, el que no sigue este patrón, se convierte en un paria, vulnerable a las drogas, al alcohol, a la violencia y al delito. No son pocos los estudios que vienen desde los años noventa dando cuenta de esta juventud ensimismada, de adolescencia extendida, de comportamiento anómico, e incapaz de asumir responsabilidades, percepción que la convierte como grupo social en objeto de intervención de políticas públicas con fines preventivos y correctivos, orientadas la mayor de las veces por lineamientos provenientes de los organismos internacionales.
Desde los años 80 en adelante, los jóvenes fueron vistos como el gran problema de la sociedad, neoliberal, frente a lo cual los gobiernos de turno debían preocuparse para prevenir su incursión en el delito y la violencia, sin siquiera imaginarse que los jóvenes podrían aportar a la sociedad si se les brindaba las oportunidades. Fue tan natural su exclusión en la construcción del nuevo modelo de desarrollo, que se dictaron leyes para ellos, obviamente sin ellos, altamente contradictorias pero funcionales a la visión que el sistema tenía de estos jóvenes. Así, estos podían votar sólo a partir de los 18 años, sin embargo debían ser imputables penalmente desde los 14. Los partidos políticos los mantuvieron por años relegados de las decisiones, vetados en sus liderazgos y solo eran útiles cuando querían sus votos. La abstención electoral juvenil fue interpretada como sinónimo de indiferencia de los jóvenes frente a lo que ocurría en el país, de “no estar ni ahí”, sin cuestionarse la falta de representatividad de los candidatos y de sintonía de estos con las necesidades de los jóvenes.
Últimamente se han seguido dictando leyes en el marco estigmatizador del joven violento, joven peligroso, para restringir su libertad de expresión y libre circulación en los espacios públicos, incluso dentro de sus propios recintos educacionales.
A nadie se le ocurrió pensar que los jóvenes estaban acumulando rabia y frustración, especialmente aquellos provenientes de los sectores medios y bajos que han vivido las injusticias, la desigualdad y la discriminación en el día a día, que de todo lo que les ha tocado vivir y observar en todos estos años, desconfían de las instituciones y del ejercicio de la política y los políticos, de las sillas musicales, de los acuerdos de cocina a espalda de la ciudadanía, de ver repetirse una y otra vez las mismas caras y mismas ideas en el Congreso, en los cargos de gobierno y en las direcciones de los partidos políticos. Las masivas movilizaciones por una educación gratuita y de calidad, que tuvieron en sus inicios un amplio apoyo de la ciudadanía, fueron para sectores del mundo político vistas como protestas transitorias que pasarían mientras pasaban las generaciones por los recintos educacionales, mientras las demandas levantadas por estas movilizaciones terminaron siendo negociadas en el Congreso. Sin embargo esta vez, el escenario ha mostrado un fenómeno distinto en esta relación de la sociedad y sus jóvenes. De alguna manera esa mirada enjuiciadora del accionar juvenil por parte del mundo adulto, sufrió una ruptura con la primera y siguientes acciones de evasión en el Metro, por parte de grupos de adolescentes. Ni los propios jóvenes que cometieron tal acto imaginaron que esta vez no vendría la reprimenda del mundo adulto por tal falta cívica cometida, por el contrario, ni ellos mismos, ni el resto de los jóvenes, ni la institucionalidad política alcanzaron a dimensionar el impacto simbólico que esta acción de desobediencia civil tuvo en la sociedad chilena que cual olla a presión estaba necesitando de un detonante para hacer explotar toda la rabia, impotencia y frustración acumulada por décadas de tantos abusos y atropello a la dignidad humana.
Y esta vez, también sorpresivamente, esta rabia se descarga al unísono, masivamente y casi a gritos, contra toda la elite económica y política que a través de la “política de los acuerdos y en la medida de lo posible” construyó este país a su medida, incrementando cual más, cual menos, de manera descarada y ostensible, sus ganancias y privilegios, mientras se saqueaban los recursos naturales del país y se pisoteaban los derechos más elementales de la mayoría de la población trabajadora en distintas esferas del diario vivir.
Por primera vez en más de 40 años, los jóvenes han sentido que sus actos son valorados por una ciudadanía transversal que estaba en el límite del reventón, esperando quizás que alguien o algo rompiera el cerco de la impunidad abusiva que ha prevalecido todos estos años, observando desde la pared del frente como cada día las propias instituciones que son las que crean, administran e imponen las leyes y resguardan el orden, son las mismas que desfalcan los fondos públicos, roban, evaden impuestos, lucran y como si esto fuera poco, se burlan desde sus paraísos de poder de las penurias de la clase trabajadora de este país. Por tal razón los jóvenes que hoy han retomado conciencia de su rol en la sociedad y se han apropiado de ese protagonismo anteriormente negado, no se van a retirar tan fácilmente a su lugar de interdicción donde el sistema los ha puesto, porque no sólo esta experiencia histórica que hoy están viviendo los ha hecho sentirse útiles frente a una sociedad que los discriminó e invisibilizó, sino porque los acontecimientos ocurridos en los últimos días, les ha devuelto nuevamente la dignidad de sentirse alguien, logrando una valoración social que había sido usurpada por la institucionalidad del modelo vigente, al cual ven como el principal obstaculizador de su desarrollo como actores relevantes en la construcción de un país distinto donde ellos quieren ser partícipes en primera línea.
Son las situaciones de crisis profundas en las sociedades las que dan lugar a los cambios y son las nuevas generaciones las que expresan los gérmenes de lo nuevo. Como se ha venido observando en las últimas décadas, estamos frente a un quiebre del modelo cultural hegemónico sobre el cual se construyó la sociedad chilena, ninguna de las instituciones que sostuvieron ese modelo está hoy en condiciones de erigirse como poder legítimo sin ser blanco de profundos cuestionamientos. Serán las nuevas generaciones, las que tendrán que ir construyendo el nuevo país del siglo XXI, libre de los valores patriarcales, autoritarios, elitistas, adulto céntricos, xenófobos y racistas, que nos caracterizaron como sociedad desde las raíces fundacionales de esta. Estas masivas manifestaciones auto convocadas en cada territorio de norte a sur del país, con mayoritaria presencia de jóvenes, apoyadas con entusiasmo y solidaridad desde el exterior por otros cientos de jóvenes, nos están mostrando que estos decidieron construir historia tomando las banderas del cambio. Los que fuimos parte de las generaciones de los 60 y 70 vemos con complacencia hoy como los jóvenes vuelven a tomar la posta después de dos o tres generaciones, unidos en una diversidad de juventudes que comparten el rechazo a este sistema que los ha excluido y los ha anulado como actores. Jóvenes de distintos colores, distintos estratos sociales, identidades sexuales, con capuchas y sin capuchas, que se observan diariamente copando las calles y barrios del país unidos por un solo sentimiento que se expresa en el “basta ya de abusos , no vamos a retroceder hasta alcanzar un mejor país donde valga la pena vivir”.
Pero por otro lado y como era de esperar, este mismo protagonismo juvenil alzado en protestas masivas generalizadas contra las bases mismas del sistema capitalista neoliberal, ha sido como era de suponer, el blanco del ataque de las fuerzas represivas del régimen, las que han actuado contra las y los jóvenes, adolescentes, e incluso niños con una brutalidad inusitada sin lograr con esto que se atemoricen, por el contrario, tal pareciera, que se han agigantado en valentía en la lucha callejera contra las fuerzas represivas. Como respuesta, el régimen no ha trepidado en sacar los primeros días los militares a las calles y en enfrentar con todo el contingente policial disponible, las protestas masivas con todo el instrumental represivo para combatir la lucha urbana.
Como en los años 70 y 80, las principales víctimas de la represión han sido las y los jóvenes que están día a día enfrentando en primera línea a las fuerzas represivas en las calles durante las jornadas de protestas en todas las ciudades y pueblos de Chile. Han sido nuestros/as adolescentes y jóvenes los y las mayoritariamente heridos/as por perdigones y balines, son estos los que han quedado con sus globos oculares reventados, sus espaldas y piernas heridas, las y los que han sido abusadas/os sexualmente, golpeados/as, torturados/as y algunos asesinados, sin contar con los miles que han sido arbitraria y violentamente detenidos.
Si bien es cierto fuerzas políticas de oposición, el INDH, organizaciones de derechos humanos varias, además de la denuncia por redes sociales, han revelado los atropellos a los derechos humanos en contra de los manifestantes, la fuerza y extensión de estas denuncias no han estado a la altura de la gravedad de esas violaciones. Hemos superado en número a los muertos, heridos, torturados y detenidos por protestas en una fracción más corta de tiempo respecto a otros países de la región y esto no ha sido denunciado lo suficiente. También han sido miles y miles de personas, contando niños, guaguas, ancianos, mujeres embarazadas los y las que han sufrido los efectos de la toxicidad resultado de la contaminación por gases, sea como participantes de las marchas, o en sus propias viviendas.
El gobierno con sus aparatos represivos se está ensañando con los que aparecen protagonistas de estas protestas, la brutalidad de las fuerzas policiales ha sido sin límites sabiendo que su actuación está en la completa impunidad. Las últimas medidas de seguridad impulsadas por el gobierno están dirigidas a legalizar la represión a los adolescentes y jóvenes que ya era desmedida en tiempos normales y que venía aumentando con la ley de aula segura y control preventivo de identidad. Las siete medidas anunciadas por Piñera son un atentado a los derechos civiles de las personas. Son medidas que contribuyen a romper con el reencuentro social que había alcanzado el pueblo chileno en las calles y en las redes sociales, son medidas que fomentan la desconfianza, que oponen a civiles contra civiles, que promueven la delación y el soplonaje al más estilo de la dictadura en su mejor momento. Por su parte el acuerdo social logrado con la oposición que establece entre otras cosas hacer el plebiscito en el marco legal del sistema electoral actual, vuelve a dejar fuera del proceso a jóvenes adolescentes que han sido los protagonistas principales de la demanda por cambios constitucionales, arriesgando volver a excluir a los jóvenes de este país de los acuerdos sobre contenidos de una nueva constitución.
Esta situación de crisis generalizada vivida en estos días, nos sitúa como Universidad frente al desafío de la sobrevivencia, pero frente al desafío también de ser parte activa en la oportunidad de transformación que abre la crisis actual. Hay un antes y un después en el Chile de hoy, el país ya no es ni volverá a ser el mismo, ni los actores ni las relaciones sociales tampoco serán las mismas. El reencuentro de los chilenos es bajo un clamor común de cambiar lo que tenemos hacia un lugar donde las nuevas generaciones quieran vivir y las actuales quieran pasar el resto de sus días. Por lo pronto debemos seguir denunciando con fuerza en todos los niveles y lugares las graves violaciones a los derechos humanos, cometidas preferentemente contra los jóvenes y adolescentes, vincularnos de manera estable y en relaciones de reciprocidad con el mundo social, seguir manteniendo coherencia en nuestras creencias, ideas y prácticas y por sobre todo, abrir canales de comunicación y participación en la construcción de lo nuevo que viene a las nuevas generaciones de dentro y fuera de la universidad que son en definitiva los que estarán en la primera línea de la construcción de un nuevo país por venir.