Juan Pablo Cárdenas S.
Varios países de nuestro continente están en plena efervescencia social. Las protestas callejeras de Ecuador, Argentina, el propio Brasil, Perú y otras naciones tienen en común el rechazo a las políticas económicas neoliberales, el repudio a la corrupción de las dirigencias políticas y los consabidos abusos empresariales. A varias décadas de la restauración más salvaje del capitalismo, el balance que hacen nuestros pueblos es desolador en cuanto a la alta concentración de la riqueza, la profundización de la inequidad social y, consecuentemente, la consolidación de lacras como el narcotráfico y la delincuencia común. El gran detonante de estas convulsiones son el crecimiento de la pobreza, los procesos migratorios y la desvergüenza de los gobiernos y parlamentos, los que se supone representan a sus ciudadanos.
A lo anterior, hay que sumar la pérdida de nuestras soberanías nacionales, la apropiación de los inversionistas extranjeros de nuestros yacimientos, bosques y fuentes acuíferas, además de la administración de los principales recursos financieros y la forma en que las más poderosas empresas manejan las decisiones políticas, sobornando transnacionalmente a nuestros gobernantes, parapetándose detrás de los abusivos tratados de libre comercio consentidos por nuestros propias gobiernos. Además de controlar los grandes medios de comunicación. Chile no escapa al malestar que, por ahora, se aprecia más nítido y radical en algunos países vecinos. El sistema previsional, el colapso de la educación pública, los abusos de las cadenas y laboratorios farmacéuticos y, ahora, el encarecimiento brutal que experimentan los bienes y servicios más fundamentales han volcado a las calles a cientos de miles de estudiantes, jubilados, como a múltiples organizaciones medioambientales preocupadas por la forma en que se sigue carbonizando nuestra energía y depredando nuestro medio ambiente de manos de la usura y la impunidad judicial.
Aunque, paradojalmente, se premia internacionalmente a un mandatario que permite la depredación de la naturaleza y desprecia la regulación fiscal en los negocios.
No hay duda que las principales caras y apellidos de nuestro gran empresariado, en otros países habrían sido conducidos al cadalso o al presidio perpetuo por las millones de hectáreas de bosques nativos que han talado y quemado a favor de plantaciones más lucrativas; o por los relaves tóxicos que sus minas depositan en el desierto de Atacama en un porcentaje de tres a uno del cobre que producen. Sin importarles siquiera la proximidad de sus faenas con algunos pueblos y ciudades, que ya no tienen agua para la agricultura y sus poblaciones han adquirido irreversibles enfermedades a consecuencia del plomo y otros nocivos productos que incluso “importan” desde Suecia para ser depositados en el norte chileno. Cuestión que se ha denunciado insistentemente, sin que nuestros últimos gobiernos hagan algo para frenar estas nuevas y nefastas injerencias del colonialismo.
Cómo dudar de que mediante estas criminales acciones la política, sus candidatos y partidos reciben suculentos sobornos que van a abultar las billeteras de alcaldes, concejales y otros administradores públicos. En una falta de probidad que cruza transversalmente a la derecha, el centro y la izquierda en sus comunes y abyectos propósitos. Lo que nos diferencia de otras naciones hermanas es que hasta hoy en nuestro país el movimiento social sigue traumado por lo que fue la dictadura pinochetista. Por el todavía fresco recuerdo de lo que fue la represión militar, pero también por la hábil propaganda de los gobiernos que sucedieron al del Tirano, propuestos a inhibir la acción del descontento ente la posibilidad de que los uniformados puedan volver a derribar el orden establecido. En una campaña del terror que ha sido muy efectiva para contener la rabia social pero que, más tarde o más temprano, promete romper las barreras del miedo. Aunque a ello debemos sumarle como explicación el estado de languidez de nuestros referentes sindicales, la desactivación programada desde el Estado de ese conjunto de organizaciones que surgieron para combatir al régimen militar y desde luego también, la falta de raigambre de los partidos políticos respecto de los anhelos populares, desde que se convencieron del proclamado “fin de las ideologías” y redujeron la política a la pura farándula electoral. Desde que el pragmatismo, además, reemplazó la consistencia moral de los “servidores públicos”.
Contrario a los temores que todavía se expresan en nuestra sociedad, la movilización de los chilenos debe tener en cuenta los logros que en otros países tiene la protesta. La forma en que en Perú ha podido encarcelar a los ex presidentes corruptos, el drástico cambio de los electores argentinos o la presión que la prensa democrática, algunos jueces y fiscales han ejercido para obligar a ciertos empresarios brasileños a reconocer sus coimas y fechorías. Así como los ecuatorianos en pocas horas son capaces de poner en jaque a su gobierno por la atrevida alza de los combustibles, en un país que tiene enormes reservas de petróleo.
En Chile, sin embargo, el malestar se expresa a través de los medios de comunicación éticos y por aquellos que recién se convencen de que no pueden seguir eternamente manipulando la conciencia ciudadana, mintiendo u ocultando los hechos.
Pero debemos lamentar esa suerte de conformismo que todavía se constata en las propias víctimas del encarecimiento de la de la locomoción pública, los precios de los medicamentos y la renuencia flagrante de los moradores de La Moneda y el Parlamento a aprobar aquellas reformas que mejoren salarios y pensiones, además de reducir la jornada de trabajo y avanzar a una institucionalidad democrática, que le ponga límite a las facultades del tribunal Constitucional, junto con prohibir la perpetuación de los mismos parlamentarios en el Congreso Nacional, donde la tarea de legislar se ha convertido en la mejor remunerada del mundo. Con lo que, varios de los más promisorios diputados de izquierda han terminado “pensando como realmente viven” , gracias a su alto poder adquisitivo”.
Como siempre, el camino para superar las injusticias debe ser el de la movilización del pueblo. Esto es, ejerciendo disidencia, resistencia popular, como aquel poderoso y legítimo recurso de la desobediencia civil para impedir los abusos. En un país en que ya los oficialistas y los opositores no marcan diferencias sustantivas. Por lo mismo que tampoco sirven tanto las marchas programadas y otras liturgias sociales desde hace tiempo infiltradas, por lo demás, por el oportunismo político. Por los que incluso se filtran entre los manifestantes en vísperas de elecciones, para terminar reclamándole a los ciudadanos su apoyo y sufragio a los rostros de siempre, aunque mucho más añosos, ahora.
Un camino de resistencia popular en contra de la violencia institucionalizada consagrada por una Constitución ilegítima en su origen y contenido, pero que al momento de sentarse en los escaños del Parlamento nuestros pretendidos representantes curiosamente juran respetar y hacer obedecer. Resistencia activa en los consumidores como escarmentar a quienes delinquen desde los bancos, la industria y el comercio. Desde luego, el ímpetu juvenil y estudiantil para acompañar a los trabajadores que son discriminados y abusados por el poder desde que salen de sus hogares hasta que retornan a ellos.