Juan Pablo Cárdenas S.
Entre las profundas mutaciones experimentadas por la política chilena, es fácil descubrir cómo sus numerosos referentes han ido abandonando sus antiguas convicciones antiimperialistas. En la década de los sesenta y parte de los setenta, los partidos y los movimientos sociales se manifestaban muy activamente en contra de la injerencia estadounidense. Se repudiaba en las calles la guerra de Vietnam y, por cierto, ninguno de nuestros países estaba de acuerdo con que la Casa Blanca y el Departamento de Estado se involucraran en los asuntos internos de nuestras naciones. Tan solo nuestras Fuerzas Armadas y algunos abyectos empresarios mantenían lazos con el Pentágono y los proveedores de armas, de lo que es fácil deducir la forma en que esta potencia mundial influyo en los golpes cívico militares que se sucedieron en el Cono Sur de nuestra Región.
Bajo el gobierno democrático de Eduardo Frei (Montalva), el canciller Gabriel Valdés (Subercaseaux) lideró una acción conjunta de nuestros países para reclamar independencia y exigir de la Casa Blanca que dejara de intervenir en el presente y el futuro de nuestras decisiones soberanas. Actitud y dignidad que explicó la nacionalización en Chile de la gran minería del cobre, que estaba en manos de empresas estadounidenses y transnacionales. Incluso llegó a tratar al embajador estadounidense de ser un “pobre imbécil”.
Condición fundamental de cualquier expresión política progresista era su definición de antiimperialista, y perfectamente podríamos asegurar en que al menos un sector de la derecha y el empresariado proclamaban con orgullo su nacionalismo, hasta que cayeron seducidos por el apoyo estadounidense al Golpe Militar de 1973.
Sin embargo, hay que reconocer que el mismo Pinochet, en este sentido, dio un viraje político cuando comprobó, hacia el fin de su administración, que la CIA y otras entidades que lo habían apoyado, empezaban a acometer acciones para desestabilizarlo y forzar una salida política, antes que Chile pudiera emular la experiencia revolucionaria cubana, como lo reconociera uno de sus embajadores en nuestro país. Ni qué hablar de lo antinorteamericanos que eran los socialistas, comunistas y todas las expresiones de la izquierda. Del activismo de la federaciones de estudiantes, los sindicatos y toda suerte de organizaciones sociales y culturales. Todo lo cual alimentó el surgimiento de un fenómeno como el del Canto Nuevo, la hermandad de escritores y de toda suerte de artistas de América Latina y del mundo, al grado que durante la llamada Guerra Fría no pocos de nuestros partidos francamente volcaban sus simpatías hacia la revolución rusa y china, las luchas independentistas del Asia y del África.
Al respecto, la propia Democracia Cristiana Internacional tuvo que reconocer que, en esta materia, sus organizaciones filiales en América Latina tuvieran otra sensibilidad y no manifestaran remilgos para emprender reformas y alianzas que significaran un rudo golpe en contra de los intereses del capital extranjero en relación a nuestros recursos básicos y la voluntad de deslindarse de la hegemonía estadounidense y también europea.
Miles de banderas estadounidenses eran quemadas cotidianamente durante las multitudinarias manifestaciones que irrumpían en todos nuestros países para alentar los cambios e independencia política y económica. Mientras se reconocía universalmente la figura de Sandino, el Che Guevara, de Camilo Torres, Nelson Mandela, Patricio Lumumba, Nehru y tantos otros insurgentes que marcaron su repugnancia por el papel jugado por los Estados Unidos y el colonialismo europeo. Y, así, junto con el antiimperialismo se asentó también el anticapitalismo en todas las expresiones de origen marxista, cuanto de inspiración cristiana. Incluso la historia reconoce esfuerzos por evitar la proliferación de expresiones idiomáticas extranjeras, especialmente del inglés, en nuestra forma de expresarnos. En la anécdota, no pocos locales comerciales llegaron a castellanizar sus nombres coincidiendo de esta manera con la adopción de las lenguas vernáculas por el culto religioso.
Cuesta, entonces, comprender todo lo que Chile ha cambiado en estos años de posdictadura. La facilidad con que se prodigaron las invitaciones del Departamento de Estado a numerosos intelectuales y políticos. El apoyo económico que prosperó directamente desde los Estados Unidos, o de forma oblicua, a favor de las organizaciones y fundaciones disidentes de nuestras dictaduras, eso sí que con la condición de renunciar a la unidad política y social del pueblo que, por fin, se estaba consolidando en las calles. Provocar la ruptura entre las organizaciones ideológicas que habían logrado superar sus diferencias en la voluntad de luchar por distintos medios para derrotar la dictadura cívico militar de Pinochet.
La consolidación de dos distintos referentes como los de la Alianza Democrática y el Movimiento Democrático Popular no hay duda que tiene como principal acicate los millones de dólares destinados ahora por Estados Unidos solo a la primera de ella para provocar la ruptura social, aislar a los más radicales y velar por una salida política aguachenta como la que tuvimos. Es decir, con la continuidad e impunidad de Pinochet, la Constitución de 1980, la “justicia en la medida de lo posible” , como la consolidación del modelo económico social neoliberal o ultracapitalista. Esto es, renunciado a toda recuperación de nuestros recursos básicos, preservando el sistema previsional a cargo de cuatro o cinco administradoras de nuestros fondos de pensiones de marca estadounidense, la jibarización de la educación pública, la concentración mediática y las flagrantes limitaciones a los derechos sindicales, de las minorías y del pueblo mapuche. Invadidos en sus territorios ancestrales por los grandes capitales nacionales y extranjeros. Los mismos que siguen siendo dueños de nuestros yacimientos y servicios básicos, de nuestro mar y hasta carreteras. En esta transmutación de nuestra política es que debemos explicarnos, además, que el actual gobierno y el conjunto de la clase política chilena no haya vacilado en apoyar la grosera acción del gobierno de Trump por desestabilizar al gobierno venezolano, alentar desembozadamente su derrocamiento, sí como en ungir a un sucesor designado a dedo por la Casa Blanca. El que en estos días recorre el Continente en un avión colombiano buscando adhesiones para acometer contra un régimen de amplio e innegable apoyo popular y que cuenta con la más nítida adhesión de las Fuerzas Armadas de ese país. No tenemos duda que en tiempos pretéritos, más allá de la simpatía o repudio que pudiera merecer un Nicolás Maduro u otro mandatario, nuestros políticos habrían denunciado la injerencia norteamericana, consolidado un esfuerzo internacional a fin de favorecer el diálogo y preservar la paz en Venezuela, cuanto exigir el cumplimiento del derecho internacional, la independencia soberana de nuestros países y la no intervención extranjera.
Por el contrario, tanto Ricardo Lagos y Sebastián Piñera fueron los primeros jefes de estado en respaldar los dos conatos golpistas en Venezuela. El que se intentó, hace algunos años, contra Hugo Chávez, como este otro que ya se ve abortado al otro lado de las fronteras venezolanas. Ante la imposibilidad de Guidó y otros golpistas de promover una resistencia interna eficaz al régimen de Maduro dentro de este país, sin la desfachatez de solicitar la intervención militar y el bloqueo económico estadounidense. Traicionando, incluso, a quienes dentro del país se empeñan por derrotarlo, pero sin llegar a vender a su patria y abogar por una ayuda internacional o “humanitaria” tan hipócrita. Cuando se sabe que los recursos confiscados por Estados Unidos a la empresa venezolana del petróleo son infinitamente superiores a todo lo recaudado o por recaudar en el extranjero en favor del pueblo venezolano. País que enfrenta problemas, sin duda, pero nunca tan críticos como los de aquellas naciones echadas a su propia suerte por carecer de petróleo. Y cuyos pozos y reservas obsesionan la codicia de las potencias mundiales.
No se puede sino sentir vergüenza por la actitud de partidos y dirigentes políticos que al primer toque de clarín se alinean con el país imperial, traicionan sus principios históricos y consolidan un precedente gravísimo en el futuro de nuestras relaciones hemisféricas. Que se olvidan, asimismo, de cómo ellos mismos fueron víctimas del golpismo alentado por Estados Unidos y que nos condujo a largos años de interdicción democrática, a la pesadilla de las ejecuciones sumarias, el exilio y los campos de concentración. A la expoliación de nuestra soberanía territorial y económica, la que hasta ahora propician gracias al millonario soborno que recibieron para derrotar a Pinochet “con un papel y un lápiz”, como todavía lo proclaman. En un completo desdén hacia los que combatieron y que hasta hoy no reciben el justo reconocimiento de héroes. A algunos de los cuales todavía no se les reconoce el derecho de vivir en su patria. Y, lo peor, tomados estrechamente de la mano, con los que afectivamente violaron en Chile sistemática y prolongadamente los Derechos Humanos y no tuvieron remilgos en bombardear La Moneda, traicionar la democracia y nuestro Estado de Derecho. Cuando la propia historia reconoce que con sus múltiples intervenciones Estados Unidos NUNCA ha sembrado la democracia, la paz y la independencia nacional en los territorios invadidos. Actuando siempre por la fuerza y ocasionando al mundo cientos de miles de muertes y mutilados, como la destrucción de sus ciudades e infraestructura. De lo que habla recientemente Irak, Afganistan, Siria y otras naciones, después de Hiroshima y Hanói.