Crisis sanitaria y política: salimos juntos o no salimos

Por Diego Ancalao Gavilán.

La pandemia ha vuelto a develar lo que somos y las debilidades del modelo de desarrollo que se ha construido a la medida de unos pocos. Han bastado unas cuantas semanas para hacer tambalear todo el andamiaje de una economía sustentada sobre una gran mayoría que vivía en la ilusión de sentirse parte de una “clase media emergente”, cuando en realidad experimentaba una pobreza disfrazada de supuestos éxitos y oportunidades. El “buen vivir” es una llamada a la unidad, al afecto social, a la fraternidad humana y a la reciprocidad, es incompatible con la exclusión y la desigualdad del Chile actual. Recurramos una y otra vez a la sabiduría de nuestros pueblos originarios y recordemos ese viejo aforismo Aymara: “Que todos vayamos juntos, que nadie se quede atrás, que todo alcance para todos, y que a nadie le falte nada”.

La crisis sanitaria que ha traído consigo la pandemia del Coronavirus, junto con recordarnos la fragilidad de la vida humana, nos ha obligado al enclaustramiento y al aislamiento social. De hecho, mientras no se encuentre una cura definitiva a esta enfermedad, los únicos antídotos eficaces son el autocuidado y la solidaridad entre los seres humanos. En efecto, solo una actitud responsable de todos, permite una adecuada absorción de sus consecuencias más fatales. Esta situación ha vuelto a develar lo que somos y las debilidades del modelo de desarrollo que se ha construido a la medida de unos pocos. Han bastado unas cuantas semanas, para hacer tambalear todo el andamiaje de una economía sustentada sobre una gran mayoría que vivía en la ilusión de sentirse parte de una “clase media emergente”, cuando en realidad experimentaba una pobreza disfrazada de supuestos éxitos y oportunidades.

Aunque podríamos suponer que una crisis así ataca a todos con rigurosa ecuanimidad, lo cierto es que no golpea a todos de la misma manera ni con la misma intensidad. Los que más sufren hoy y quienes la pasarán muy mal en los próximos meses y años, serán los mismos de siempre. Son esas “víctimas” de un sistema eminentemente injusto, que los trata, en los hechos, como desechos humanos. De hecho, la desigualdad socioeconómica en Chile afecta en mayor grado a las mujeres, a la población rural de las regiones retrasadas como La Araucanía, a los que viven en la periferia de las grandes ciudades y a los pueblos originarios. Tanto es así, que la concentración de ingreso y riqueza lo capta el 0,1% más rico que equivale al 19,5% del ingreso de todo lo que genera la economía chilena. Es decir, el ingreso promedio del 0,1% (9.900 personas) se estima en $ 111,1 millones netos (PNUD 2017).

En contraste con los hogares ubicados en el decil 1 de la distribución (el 10% más pobre), este tiene en promedio un ingreso de $ 20.040 per cápita (moneda de 2015, según la encuesta Casen aumentó a $29.000).

Esta crisis sanitaria nos proyecta hacía la necesidad ineludible de unirnos y, también, hacia lo inevitable de superar un modelo caduco e ineficiente. Nuestra misión es recuperar la dignidad, que se extravió en algún momento de la historia. Los chilenos merecen vivir bien. Somos un pueblo digno, unido, diverso y libre. Nos necesitamos, porque somos interdependientes. Tenemos derecho a la felicidad, individual y colectiva, porque sin la una no hay la otra. ¿Hasta cuándo nos conformaremos con ser de los países más desigual de América Latina? Eso debería avergonzarnos y convertirnos en agentes de cambio. Nos han enseñado a pensar en nuestros problemas como algo individual, pero la mayoría de ellos derivan de problemas estructurales, que nos afectan a todos y requieren, por tanto, de soluciones colectivas. Es decir, indiscutiblemente “somos el 99%”, esa gran mayoría excluida de los privilegios es la que puede y debe cambiar Chile. Y dejemos las ingenuidades: este cambio no lo hará ni los partidos ni la casta política que ha profitado del poder desde hace décadas.

Me pregunto, ¿quién se ocupa de esas familias que no tienen para comer, de las que viven en viviendas que no solo no son propias, sino que carecen de espacios siquiera mínimamente humanos para tolerar el encierro y el hacinamiento? ¿Quién se hace cargo de aquellas miles de personas que han sido despedidas, los que tuvieron el comercio informal como su única posibilidad de sobrevivencia o el microempresario que obtiene el sustento día a día?. En realidad estas personas no son del interés, ni siquiera marginal, de los empresarios que solo constatan que no obtienen las rentabilidades esperadas, el Estado que nunca ha puesto su atención en los marginados del desarrollo o la casta política de todos los sectores, desconectada de la realidad, claro que gozando de un “status” otorgado por los recursos generados por todos nosotros.

En el ámbito político, tenemos dos grandes problemas: el gobierno y la oposición. Uno camina al ritmo del Presidente, que parece sufrir del peor de los aislamientos en su propio mundo y completamente alejado de la realidad que se impone a sus ojos y, los otros, con una incapacidad total de presentar alternativas sensatas para salir de la crisis. Ambos, superados por las circunstancias e incapaces de mejorar los escenarios presentes y futuros.

En realidad lo que se ha vuelto irrelevante no es la política en sí misma, sino aquella que hemos conocido en las últimas décadas y que está representada por esos rostros que se agolpan por un minuto de televisión y que han logrado, con una consistencia envidiable, obtener la unanimidad del hastío y la desconfianza de la gran mayoría de la ciudadanía. Conseguir este acuerdo tan amplio, podría ser una virtud, si no fuera por los costos en desigualdad, pobreza y personas excluidas del desarrollo que han generado.

El cuadro que se dibuja no es precisamente alentador: todo parece indicar, que cuando acabe la pandemia tendremos fondos de las AFP totalmente menguados, no tendremos seguro de cesantía, muchos no tendrán trabajo, miles tendrán dividendos y créditos atrasados, una salud mental destrozada, la misma Constitución Política, el mismo Presidente y el mismo modelo económico. La táctica aplicada, en todo caso, es hacer aparecer como que todo está cambiando, aunque la intensión de fondo es que todo siga igual, al viejo estilo del Gatopardo de Giuseppe di Lampedusa.

Tanto la crisis del Covid-19, como también aquella que justificó el estallido social hace solo unos meses, debe invitarnos a reflexionar sobre el modelo de desarrollo que requiere el país y el planeta que queremos para las nuevas generaciones.

El pueblo mapuche ancestralmente ha tenido el kume mongen (buen vivir) como base de su sociedad y así vivió y se desenvolvió miles de años. Por esto decimos que esta no se trata de una idea romántica, sino de un nuevo modelo de desarrollo para Chile y para el mundo. Que se sustenta en una nueva ética de relacionarse entre las personas, la comunidad y la naturaleza. Que obligan a redefinir los conceptos de desarrollo, crecimiento y producción. Esta visión filosófica, no busca idealizar aquello de que “todo tiempo pasado fue mejor”, sino de proyectarnos desde la sabiduría de nuestros “abuelos”, considerando lo bueno de su legado, hacia el futuro. Los mapuche lo vemos como un proceso necesario y hasta inevitable, para la preservación de la especie humana.

No cabe duda que en los pueblos originarios se encuentra la respuesta. De esto ya se percató la mayoría del pueblo chileno que se ha movilizado sistemáticamente desde octubre de 2019, enarbolando nuestra bandera y poniéndola en el lugar que la historia oficial le ha negado hasta hoy.

En efecto, los aprendizajes que se derivan de la pandemia, remite a otro de los principios básicos de la cosmovisión indígena: la interdependencia. Todos somos uno. Nuestro destino es uno solo, de tal manera que debemos actuar como comunidad para protegernos del virus y evitar sus consecuencias. Solo así saldrá Chile de la crisis social, institucional y política en la que se halla.

Esta crisis sanitaria nos proyecta hacía la necesidad ineludible de unirnos y, también, hacia lo inevitable de superar un modelo caduco e ineficiente. Nuestra misión es recuperar la dignidad, que se extravió en algún momento de la historia. Los chilenos merecen vivir bien. Somos un pueblo digno, unido, diverso y libre. Nos necesitamos, porque somos interdependientes. Tenemos derecho a la felicidad, individual y colectiva, porque sin la una no hay la otra.

¿Hasta cuándo nos conformaremos con ser de los países más desigual de América Latina? Eso debería avergonzarnos y convertirnos en agentes de cambio. Nos han enseñado a pensar en nuestros problemas como algo individual, pero la mayoría de ellos derivan de problemas estructurales, que nos afectan a todos y requieren, por tanto, de soluciones colectivas.

Por lo tanto y que quede claro, de esta salimos juntos o no salimos. El “buen vivir” es una llamada a la unidad, al afecto social, a la fraternidad humana y a la reciprocidad. Ello es incompatible con la exclusión y la desigualdad del Chile actual. Recurramos una y otra vez a la sabiduría de nuestros pueblos originarios y recordemos ese viejo aforismo Aymara: “Que todos vayamos juntos, que nadie se quede atrás, que todo alcance para todos, y que a nadie le falte nada”.